Tormenta de mierda
Cuando escribo un texto sobre un proyecto expositivo casi nunca hablo de todo lo extra-artístico que sucede a su alrededor, tampoco suelo escribir en primera persona y, mucho menos, justificar de manera anticipada lo que voy a decir. Nada de eso se cumple aquí. Fue en 2018 cuando el artista Jorge Isla presentó “Game Over” para la Beca de Producción y Creación Artística de La Rambleta de Valencia. Quedó finalista y se decidió que la propuesta sería programada en marzo de 2020. Game Over es un mensaje empleado en los videojuegos que, por lo general, señala que la partida ha finalizado y suele conllevar la muerte virtual del jugador. Isla planteó inicialmente una gran instalación que se desarrollaría a través de un conjunto de pantallas rotas de móviles, que habían sido recuperadas de diferentes tiendas de reparación de terminales y que venían unidas entre sí mediante unos sargentos, una serie de inquietantes esculturas que quedarían distribuidas por el espacio expositivo. El explícito título era una referencia evidente a cómo nuestra personalidad digital se suspende desde el mismo momento en el que se nos rompe el móvil, mientras que la vehemencia de su formalización apelaba, de manera flagrante, a la opresión que el entorno digital ejerce sobre el ser humano, generando una dependencia casi absoluta de este tipo de dispositivos. Estos objetos iban a dialogar, a su vez, con un conjunto de fotografías de gran formato, primerísimos planos de esa concentración de pantallas destrozadas que, como si fueran estratos geológicos, acumulan y aprisionan los restos emocionales, imágenes y datos que la vorágine contemporánea ha ido produciendo, pero también algunos de esos desechos que tanto degradan el medio ambiente y que mucho tienen que ver con estas nuevas tecnologías que agotan nuestros recursos. Una amalgama material e inmaterial que comparece encriptada por un proceso de abstracción, de deterioro por accidente, de inhabilitación por virus, de obsolescencia programada, una suma de conceptos que se convirtieron en la semilla de un proyecto que no se quedó sólo en eso.
Game Over era la conclusión frustrante de la mayoría de partidas que jugábamos en aquellas máquinas de arcade de los salones recreativos y que muchos de nosotros aún tenemos en la memoria, un final abrupto que se solucionaba insertando una nueva moneda -si la tenías- en aquella ranura que concentraba nuestras expectativas, deseos, diversión, obsesión, adicción y agotamiento. Una idea básica de consumo capitalista, insert coin, de pérdida de recursos, de ocio y alienación, que fue la vía de investigación por la que continuó este análisis. El planteamiento de la exposición creció a través de toda la simbología que se podía encontrar en tiendas de reparación de móviles, su stock, sus anuncios publicitarios, su escenografía, ese display entre la mesa de un arqueólogo tecnológico y la distopía de un chatarrero futurista, para generar, en la sala que alberga la muestra, algo muy similar a lo que ocurre en esos negocios: una experiencia de consumo en un sitio atestado de estímulos, conectando el establecimiento comercial con el espacio expositivo, dos lugares que se activan con la mera presencia humana. Por ello se incorporó a la propuesta un video tutorial que enseña como realizar el cambio de una pantalla a un móvil que no la tiene rota, es decir, una sustitución innecesaria de un elemento que funciona. Una performance que produce un gasto de dinero, tiempo y esfuerzo para no generar modificación sustancial alguna, un acto absurdo y vacío que sólo provoca sucesivas devaluaciones de lo preexistente y que, en todo caso, sólo contribuye a nuestro propio ensimismamiento.
Es precisamente de esa alienación ensimismada de la que habla la tercera fase de una propuesta que, a estas alturas, justo antes de que concluyera 2019, el artista había decidido llamar “2020”. No hay nada más distópico e inquietante que poner como título una fecha, más aún si ésta es inminente. Lo cierto es que, en ese momento, todavía no sabíamos lo que se nos venía encima. Decía Jorge Isla que “2020” proponía una visión crítica del uso de las nuevas tecnologías como un elemento transformador de las estructuras sociales y económicas actuales a través de una serie de reflejos de la situación de la humanidad vista desde sus propios límites. Así es, “Still Life” -que es como finalmente se ha titulado la exposición, porque nada puede llamarse “2020” y no verse condicionado, perturbado, de una forma terrible- es un conjunto de ideas que transitan entre el residuo, el producto del capitalismo digital y todos esos procesos que los conforman. Un empujón que arroja al ser humano hacia un hiperindividualismo desideologizado, un egocentrismo superlativo que especula con un futuro tan distópico que, hoy, nos resulta completamente familiar, ya que nunca antes hemos tenido una percepción tan real de estar en el seno de esa distopía con la que llevamos mucho tiempo elucubrando. Esta parte de la exposición, seguramente la más metafísica, se articula alrededor de dos series muy certeras. Por un lado “Blue Screen of Death”, fotografías tomadas en ámbitos de ocio público, bares, discotecas, donde los protagonistas, que en realidad están rodeados de gente, se comportan como unos ciborgs absorbidos e “iluminados” por la luz azul de sus pantallas, unas imágenes que, en cierto modo, son violentas, desasosegantes, de irrupción en la intimidad y de desvelamiento de una realidad hipnótica que no nos satisface. Por otro lado comparecen unas piezas bidimensionales, aunque de marcado carácter escultórico, donde la acumulación de pantallas de móviles genera una enorme y brillante superficie negra que se convierte en una metáfora perfecta de ese black mirror que, con la fuerza de un agujero negro digital, lo atrapa todo en su interior, desposeyéndolo de su esencia y sin dejar una opción clara de retorno.
Todo ello, unido, era la “Tormenta de mierda” que daba título a mi texto, un título que he decidido mantener, en octubre de 2020, aunque ni la mierda ni la tormenta sean ya las mismas.